Historia del diciembre 2001 en Argentina
Martín Rodríguez Yebra *
* Nació en la Capital Federal en 1974 y ejerce el periodismo profesionalmente desde 1996. Es licenciado en Periodismo por la Universidad del Salvador y tiene un posgrado en la Universidad de Miami. Integra la redacción de LA NACION desde 1997. Fue redactor en varias secciones, columnista, editor jefe de Política y corresponsal en España, con base en Madrid, entre 2013 y 2017. Desde 2018 se desempeña como secretario de Redacción, con responsabilidad en las secciones Política y Deportes, además de columnista político en LN+. Ha sido profesor en la Universidad Torcuato Di Tella y en la Maestría de Periodismo de LA NACION.

“Argentina tuvo cinco presidentes en una semana pero , para ser preciso, hubo 15 horas en las que no hubo ningún presidente”.
“¡Asumí vos, Felipe!”, era una broma de un diputado, pero el ex líder español Felipe González puso cara de espanto al oírla. Salía de una oficina del Senado acompañado por Eduardo Duhalde y apareció en una sala llena de dirigentes peronistas, ansiosos por saber quién iba a ser el próximo presidente de la Nación.



Fernando de la Rúa había renunciado la noche anterior y en distintas ciudades velaban a los 39 muertos del estallido social del 20 de diciembre. A González el desastre lo sorprendió en vuelo a Buenos Aires, a donde viajaba para “ayudar” a De la Rúa, por pedido de grandes inversores españoles. Cuando aterrizó, el presidente era Ramón Puerta, un senador por Misiones que se dio cuenta al instante de que no tendría apoyo para gobernar.
El ticket a la Casa Rosada se definía en una mesa reservada: los 14 gobernadores del PJ, más Duhalde -el senador más votado dos meses antes- y Eduardo Menem, delegado de su hermano Carlos. Eran las 19 y debían presentar al país un candidato antes de la medianoche.
Dos días después, una delegación de sindicalistas de la CGT -con Cavalieri y Barrionuevo, entre otros- advirtieron en una reunión en la embajada de Estados Unidos que el peronismo volvería a gobernar en breve; que De la Rúa no podría seguir. Consta en un cable reservado que el embajador James Walsh envió esa tarde al Departamento de Estado.
El PJ había arrasado en las elecciones legislativas de octubre y se armó para el derrumbe: decidió quedarse con la presidencia del Senado, a manos de Puerta, y la de Diputados, con Eduardo Camaño. Diciembre había empezado con ese esquema de gobierno débil y oposición fuerte.
Los gobernadores peronistas ponían condiciones para aceptar los recortes que Cavallo pugnaba por imponer. El más firme era el santacruceño, Néstor Kirchner, que se destacaba en las reuniones por irse siempre antes y anunciar a la prensa su desacuerdo con cualquier pacto. Había sacado el equivalente a dos presupuestos de su provincia a Suiza y no compartía las urgencias del resto.
El desencadenante inicial de la crisis fue el 2 de diciembre de 2001,por una disposición del gobierno que restringía la extracción de dinero en efectivo de los bancos. Esto impactó sobre todo en la clase baja, mayormente no bancarizada, y la clase media que se vio fuertemente restringida para sus movimientos económicos. El 13 de diciembre las centrales obreras declararon una huelga general, y simultáneamente comenzaron a producirse estallidos violentos en algunas ciudades del interior del país y del Gran Buenos Aires, mayormente saqueos por parte de sectores de la población desocupadas e indigentes, robos de camiones en las rutas, robos comunes y cortes de calles en las ciudades.
“No entiendo por qué tanto lío”
El 13 de diciembre -con el país paralizado por una huelga general- el gobierno evitó el default al cancelar deuda por 700 millones de dólares. Cavallo compró horas. Le tocaba presentar esa misma semana un presupuesto 2002 que convenciera al mundo financiero, con ajustes por más de 3000 millones de dólares.
El ministro tuvo listo el proyecto el domingo 16 y decidió dar detalles en entrevistas con los diarios. De noche, en el Palacio de Hacienda a media luz, un ministro ojeroso explicó que el ajuste iba a salvar la convertibilidad, que iba a resistir la “presión devaluatoria” que atribuía a la Unión Industrial, que la crisis sería superada, que no había motivos para temer un estallido social. Al terminar su diálogo con la nación nos preguntó a los cronistas si comprendíamos por qué había tanta resistencia a sus medidas. “No entiendo por qué tanto lío con las restricciones bancarias; se puede pagar con tarjeta de débito, es más fácil, más rápido”, decía. Se resistía a ver lo evidente: el terror era que los ahorros quedaran atrapados en los bancos.
Al amanecer del lunes empezaron los ataques a supermercados. Primero en Entre Ríos, luego Mendoza, Rosario y, al final, el Gran Buenos Aires. En la Capital, a De la Rúa lo recibieron a huevazos en un acto oficial. Los radicales que lideraba Raúl Alfonsín habían perdido contacto con la Casa Rosada. El peronismo se negaba en el Congreso a tratar el presupuesto. Para el miércoles 19, la situación era incontrolable: saqueos generalizados, comerciantes armados, militantes peronistas movilizando los barrios más pobres. De la Rúa reaccionó con otro mensaje grabado, bajo la “dirección” de su hijo Antonio. Decretó el estado de sitio. En pocos minutos la Plaza de Mayo se pobló de manifestantes. El “cacerolazo” y el grito de guerra “¡Que se vayan todos!” pasaron a la historia como símbolos de aquellos días tormentosos. La renuncia de Cavallo no frenó la protesta.


Y llegó el jueves 20

La quiebra de un país era eso. El asfalto de la Avenida de Mayo regado de sangre; los policías que disparaban en todas direcciones; esa multitud que hacía estallar a patadas las vidrieras de los bancos; la lluvia de piedras; un encapuchado que en Carlos Pellegrini paraba autos a palazos y obligaba a los conductores a bajarse. El humo de fogatas que se mezclaba con el gas pimienta. El silbido de balas que se intuían de plomo. Periodistas que recorríamos el desastre con los ojos irritados y el carnet de prensa colgado al cuello. Las cinco muertes durante la represión policial en los alrededores de la Plaza de Mayo esa tarde daban una angustiante dimensión humana a la tragedia económica.
De la Rúa intentó un acuerdo desesperado de cogobierno. El peronismo lo ignoró. A las 19.52 el helicóptero presidencial despegó sobre la plaza en llamas. El presidente había firmado su renuncia de puño y letra, a sugerencia del canciller Adalberto Rodríguez Giavarini: lo convenció de que la historia debía recordarlo como un hombre de carne y hueso. El texto excluía cualquier atisbo de autocrítica.