LAS VACACIONES DEL ESQUELETO
Cuento Leonora Carrington
El esqueleto era feliz como un loco al que le quitan la camisa de fuerza. Se sentía liberado, al poder caminar sin carne. Ya no le picaban los mosquitos. No tenía que ir a cortarse el pelo. No pasaba hambre, ni sed, ni frío ni calor. Se hallaba muy lejos del lagarto del amor.
Durante un tiempo, lo había estado observando un profesor de química alemán, pensando que podía convertirlo en una deliciosa mezcla de dinamita y mermelada de fresa. El esqueleto supo burlarlo dejando caer un hueso de zepelín joven, sobre el que saltó el profesor, entonando químicas alabanzas y cubriéndolo de besos.

La morada del esqueleto tenía cabecera antigua y pies modernos. Su techo era el cielo y su suelo la tierra. Estaba pintada de blanco y decorada con bolas de nieve en las que latía un corazón. Parecía un monumento transparente soñando con un pecho eléctrico, y miraba sin ojos, con agradable e invisible sonrisa, dentro de la inagotable provisión de silencio que envuelve nuestra estrella.

No le gustaban al esqueleto los desastres, pero para indicar que la vida tiene sus momentos arriesgados, había colocado un enorme dedal en medio de su precioso apartamento, sobre el cual se sentaba de vez en cuando como verdadero filósofo. A veces bailaba unos pasos al son de la Danza macabra de Saint-Saëns.
Acogen a los caídos en mil campos del honor: del honor de las hienas, de las víboras, de los cocodrilos, de los murciélagos, de los piojos, de los sapos, de las arañas, de las solitarias, de los escorpiones. Dan los primeros consejos, ayudan en sus primeros pasos a los recién fallecidos que se sienten desventurados en su abandono como los que acaban de nacer. Él era diferente: Estaba invitado a participar en la víspera del día de los muertos. Tenía que esperar porque faltaba completar el número de festejados…

